25 mar 2012

Algo se rompió aquella noche

El tipo de la moto estaba sentado en la barandilla del mirador.
La silueta lampiña apenas se veía a contraluz de un sol situado a su misma altura. Dos finas líneas negras sujetaban el esquelético cuerpo. Era como un funambulista en equilibrio sobre la garganta, empedrada de piornos y rocalla. La cabeza descansaba sobre el puño, apoyado sobre la rodilla. La perilla desgarbada revoloteaba con el viento. Pensaba, o eso parecía.
Su compañero, afanado sobre un hornillo de campamento, le miraba de reojo. Manipulaba la cazuelita con desgana, como si le faltara algo. Acaso el triste sobre de caldo de pollo no era suficiente estímulo para sus dotes culinarias.
¿Te has fijado, Pancho, en aquellas columnas de humo?
Sí. Son de la fundición. Preparan hierro para las vías del tren.
¿Estás seguro de eso?
Sí. Trabajé allí durante algún tiempo.
Pancho recelaba de su amigo. Se hicieron a la carretera para conocer España, vivir experiencias y quizá alguna aventura, pero desde lo ocurrido en la taberna de Juana “La Potrona”, las cosas no habían ido bien.

Aquella noche estrellada amenazaba un frío demoledor. La moto pedía perdón por el esfuerzo y en la pensión quedaba una habitación. No había opciones así que, parada y fonda.
La taberna, regentada por la misma matrona de la pensión, “La potrona”, no era muy limpia, aunque el suculento vapor de carne guisada supeditaba cualquier atisbo de escrúpulo. La camarera rondaría la veintena un poco pasada y su belleza desentonaba entre el cúmulo de mugre que adornaba aquella covacha.
Chimo quedó embelesado al instante. El embrujo que emitía aquella joven le impidió probar el guiso, pero no el vino rancio que pedía sistemáticamente, sólo para que ella se acercara a la mesa. Tan absorto estaba en su contemplación que no se daba cuenta que un bruto, en la parte trasera de la barra, no le quitaba ojo de encima.
Chimo se levantó despacio, envalentonado por el alcohol y con la mirada puesta en un sueño poco claro. Se acercó a la joven y susurró algunas palabras a su oído. La joven se sonrojó y dejó escapar una risilla mientras limpiaba azarada la barra. El bruto pareció incomodarse y se revolvió un instante en su taburete.
La joven parecía estar contenta con las palabras de Chimo. Éste, al no intuir hostilidad, se atrevió a besar a la joven cuando pasó a su lado para acercarse a la mesa de unos clientes.
Tal vez fueran los vapores del alcohol, que le nublaron. Tal vez esa noche tuviera una valentía especial. Sea como fuere, Chimo nunca había obrado así y la sorpresa fue mutua. La muchacha quedó paralizada, entre sorprendida, agasajada y aterrorizada al mismo tiempo. Chimo se dio cuenta en ese instante de que había sido muy osado y temió que la muchacha interpretara mal su gesto. Él no pretendía propasarse. Había sido un impulso inocente. Un beso en la mejilla. Una vaga muestra de los sentimientos idílicos que estaban empezando a fraguarse en la lumbre de su corazón. Se sentía confuso y temblaba de excitación. Observaba fijamente a la joven tratando de entrever algún gesto en ella que le notificara la derrota.
El peligro venía de más atrás. Desde el fondo de la barra, donde el bruto, con la sangre acumulada en las mejillas, cruzaba el salón con los puños apretados.
Sin mediar palabra encestó un soberano sopapo en la cara de Chimo que calló del taburete con un hilillo de sangre escurriendo por la comisura de los labios. Pancho se levantó para auxiliar a su amigo y de regalo, recibió otro mamporro del bruto, que sabiéndose dueño de la situación, había recuperado parte de su color.
Por arte de birlibirloque aparecieron tres colegas del bruto que amarraron a Pancho y lo sacaron a la calle a empujones. Lo zarandearon hasta merearlo. En la pared trasera de la taberna, vomitó.
Chimo tuvo peor suerte. Apenas se había puesto en pie, el bruto descargó un nuevo zambombazo, descomunal, que le reventó la nariz. Sangraba profusamente y no entendía nada. Tan sólo un beso. Un único y temerario beso a una mujer bella, de la que se había enamorado en un instante. Un breve contacto entre sus labios y el rostro de aquella joven, ni siquiera había sido en los labios, y a continuación un extraordinario dolor que no lograba detener. Un nuevo golpe lo sacó a la calle donde los tres matarifes esperaban para sentenciar un lárgate de aquí capullo antes de que te hagamos daño, imbécil. Chimo no sabía cuánto más daño podía recibir, pero hizo caso y se marchó.
Pancho esperaba con el rostro más blanco que el resplandor de la luna, la moto arrancada y un ligero rencor que le duraría mucho tiempo hacia la taberna de La Potrona.
Atrás quedaba el amor impoluto de una doncella encarcelada en los brazos de una bestia. El amor que escocería en el corazón de Chimo más allá de lo razonable.

Desde aquella trágica noche, algo se había roto en el alma de Chimo y Pancho sorprendía a menudo a su amigo en actitud ensoñadora, distante.
Y es que sobre la barandilla de la garganta engastada en piornos y rocalla, Chimo parecía pensar.

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