25 mar 2012

Nada Hada

Nada:
Refulgir emergente.
Labios sellados.
Diluidas formas de ayer que no consienten.
Cuevas de un vaso lleno de espuma.
Ronco retrato
apagada voz
iluso beso.

Nada: Cambia de forma, si te atreves.
Y Nada se atrevió al fin a cambiar. Vagó durante algún tiempo por el aire sin saber qué hacer exactamente. Se sabía repudiada por el clásico verso hasta que, cansada de mecerse de labio en labio, de pluma en pluma, cayó en un abandonado y maltrecho nido. Buscó en su interior el mejor lugar donde acurrucarse y por fin, decidida y convencida, durmió con la seguridad de que al despertar todo sería diferente. Cambiaría su historia.
Cambiaría tan solo una letra de su nombre, su apreciada N, por una vacía y común H muda.





Hada










Cuentan que una noche, entre las ramas de un viejo roble, al abrigo de las miradas maléficas de las lechuzas, nació un hada de resplandeciente piel.
En el interior de los restos de un nido, fecundado por el espíritu de la nada, el hada fue gestando su ciclo que duraría no más de cuatro noches. A mitad de la tercera, un capullo translúcido, entreverado de filamentos áureos y telinas del mismo verde que las hojas del árbol al que pertenecía su cuna, comenzó a palpitar levemente. Una luz resplandeció con poderosa fuerza durante unos segundos y el envoltorio, la cápsula que protegía el cuerpecillo del hada, se desintegró.
De haber advertido alguna lechuza su presencia, sin duda hubiera dado buena cuenta de aquel nutritivo manjar. ¿Qué hay más apetitoso que la jalea que alimenta a una futura musa? Hada hubiera vuelto a ser lo que fue en su estado anterior, nada.
Pero Hada tuvo suerte y llegó a despertar.
Tras el resplandor fugaz que anunciara su nacimiento, la humedad que cubría su cuerpo se evaporó con rapidez. Las alas transparentes se estiraron como en un acto de desperezo y levitó a unos centímetros del nido para oxigenarse.

Pese a toda creencia, las hadas no se visten con prendas al estilo humano, ni adaptan las hojas de los árboles, o cosas por el estilo. No sienten pudor. Un cuerpo con alas sin más adorno que la propia belleza.
Desplegada toda su fortaleza, ascendió hasta la copa del roble para observar desde allí cual era su lugar en el mundo.
Escudriñó el horizonte nocturno, sintió la urgencia por lo mucho que había de hacer.
En primer lugar debía encontrar antes del alba a algún poeta perdido en el fondo de un mar blanco y olas de tinta. Encontrar a un ser fatigado y abatido, para rescatarlo del abandono. Debería concederle el don de soñar. Si lograba esta hazaña tendría un anfitrión de quien sustentarse y sobreviviría. Después todo sería mucho más fácil.

Elevó su cuerpecito sobre el viejo roble, trató de orientarse y finalmente decidió volar hacia la estela anaranjada que refulgía a lo lejos. Aquello parecía humano.
Allí encontraría a su poeta.

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