25 mar 2012

Con los pies sobre la tierra

Alguien me dijo en una ocasión que hiciera un esfuerzo por mantener los pies sobre la tierra. Que la vida me iría bastante mejor si así lo hacía, y tal vez llegara a ser una persona digna.
Yo tenía once años. Él rondaría la cuarentena. No supe interpretar la extraña sonrisa que afloró en sus labios y me hundí en mi pupitre, avergonzado, tratando de no escuchar las risitas contenidas de mis compañeros.


La mañana era espléndida. El sol del estrenado otoño era lo bastante fuerte como para calentar los huesos y no tan intenso como para buscar una sombra. Me encontraba a gusto en el parque. Mucho más, desde luego, que en el jardín de mi retiro.
La ciudad había recuperado el ritmo perdido en el verano con el típico trasiego de vehículos, repartidores, mensacas, neoyupiies, escolares y adolescentes... En fin, con toda la fauna urbana a pleno rendimiento.
Me excitaba poder observar este proceso tan poco frecuente para mí.
Por primera vez en mucho tiempo estaba atento a lo que me rodeaba. Los pinos del parque emitían un arrullo aromático que me abría los pulmones, el borboteo de la fuente me daba una constante sensación de paz y el calor amable del sol relajaba los músculos de mi cara. Ni siquiera tenía ganas de fumar un cigarrillo. Mejor, pensé, así mañana tendré los de mi asignación y los que me sobren de hoy.
No sé cuánto tiempo pude gozar de aquella sensación. Unas horas. Unos minutos tal vez.
Un niño atravesó el parque a lomos de una bicicleta muy brillante y un poco grande para él. Varios metros por detrás, su abuelo, con la fatiga crispándole los nervios, instaba al nieto a detenerse porque se iba a caer y estropear la bicicleta, y encima le daría un cachete. Pensé entonces en qué sentido tenía eso. ¿De qué sirve una bici que no puede ser usada? Que yo sepa todos nos hemos caído de la bici, ¿No?
No me daba cuenta, pero aquello era el preludio de una tarde radicalmente opuesta a la que esperaba disfrutar en mi día de permiso.
Al poco tiempo, casi al instante, un anciano invadió mi campo visual. Los arapos con los que trataba de envolver su hechura desvelaban una miseria atroz. Revolvía en una papelera mientras recitaba una letanía incomprensible. Extrajo de entre la basura un trozo de pan envuelto en papel de plata, lo observó durante un instante, lo desenvolvió con satisfacción y, mientras lo guardaba en el desvencijado bolsillo, unas tiqui-tiqui nenitas atravesaron la escena. Sendos piercing adornaban los ombligos. Tenían cierto aire de lolitas modernas, una con trenzas y la otra con el pelo corto, acentuado por las braguitas de colores que asomaban con descaro por encima de la cintura del pantalón. “Esta noche toca Chocolate Feliz”, decía la de las trenzas, “iremos pronto, que quiero estar en primera fila. Has visto lo bueno que está el batería. A mí me gusta el guitarra”, respondió la otra mientras se alejaban entre risas alborotadas.
Decidí encender un pitillo, me entraron ganas de repente. Me levanté del asiento y caminé distraído. Mirando la gravilla del suelo casi tropiezo con una mujer que arrastraba un cochecito cargado con un chiquillo y unas dos mil bolsas de la compra embutidas en la bandeja inferior y colgando de la empuñadura del carrito. Gruñó algo que no entendí, aunque por la cara que tenía no debió ser agradable.
Tuve que hacer un gran esfuerzo para no evadirme. Hoy tenía que ser un día distinto y quería ver y sentir la realidad. Necesitaba colocarme a este lado de la realidad. Para eso me habían dado el permiso.

Al final de la avenida se veía el chiringuito del parque. Me acerqué con la esperanza de encontrarlo abierto.
Por la calle lateral se oyó un estruendo maquinero. No ví el coche, escondido tras los álamos durante unos atronadores compases hasta que, finalmente, un acelerón anunció su alejamiento.
Efectivamente, el chiringuito estaba abierto. Me pone un café, por favor, le pedí a un culo vestido de negro que se encontraba encaramado a la vitrina de los helados. El camarero, enrojecido por el esfuerzo de aquella postura antinatural me sirvió sin dirigirme la palabra y volvió a trepar a la heladera. Saqué otro cigarrillo y lo prendí. Bebí un sorbo. No debería tomar café, me lo tienen prohibido. Me excita, dicen.

La prensa parecía llamarme al otro lado de la barra. La cogí y leí los titulares: “Tres a uno en el derby madrileño. El concejal Manguan Matarife inculpado por una contrata ficticia. En Oriente Medio siguen las bombas. Dos menores declaran contra su padre acusado de malos tratos. El ibex35 a la baja. Doy la vuelta al periódico y una columna que opina sobre algunos vecinos de La Moraleja”. Paso la página y llego al horóscopo. Por fin algo que me interesa. Hace mucho que no leo la predicción de mi futuro. “Hoy es el día más propicio para comprarse esos zapatos que tanto le gustan. El amor llama a su puerta. En el trabajo todo normal. Cuidado con las amistades, no son lo que parecen”.
Doblé el periódico con cierta frustración y pedí a mi culo anfitrión otro café, esta vez con hielo y una rodajita de limón, por favor. El camarero me miró con extrañeza y temí que me reprendiera. No lo hizo, aprovechó la ocasión para encender la radio.
Mientras los tertulianos desgranaban los pormenores de una boda que debía de ser importante, a juzgar por la vehemencia de los argumentos esgrimidos, una figura vagamente familiar se acercaba por la avenida pedregosa. Venía distraído, leyendo un libro. Se colocó a pocos metros de mí y pidió un clarete con gas, bien fresquito.
“Fundamentos para una realidad espiritual”. Ese era el título del libro.
Le observé durante un rato y al cabo recordé quién era. Se trataba del capullo que me había puesto en ridículo delante de toda la clase porque estaba pintando una isla imaginaria con árboles en tinta azul, nubes azules y un pez espada que bailaba con una tortuga, también azules.
Apuré mi café mientras la radio anunciaba el cierre inminente de la minas de Santa Lucía. Dejé un billete sobre la mesa y esperé a que me diera las vueltas de la propina que me asignaron para disfrutar del permiso. Tal vez me llegue para ir al cine. A lo peor no me dejan ir, pensé, no se lo he preguntado a los cuidadores.

Miré con una insistencia grosera a don Miguel, el bestiajo que disfrutaba ridiculizando a los que le rodeaban. Finalmente se dio por aludido.
Sabe una cosa, le dije antes de que preguntara nada, hoy he estado con los pies sobre la tierra, como usted dijo que debía hacer. Y no me gusta. Me vuelvo al sanatorio a pintar delfines y tortugas azules y aquí se quedan usted y su moralina bastarda.
Le escupí en los pies y observé su horrorizada cara.
Por supuesto él no me recordó.

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