25 mar 2012

Hacia el infinito

Ocurrió a finales del mes de octubre. El año, climatológicamente hablando, había sido atípico. El sol lucía demoledor cada día y ya los más viejos del lugar vaticinaban el fin de los tiempos tal y como los habíamos conocido hasta entonces. Según ellos, ya no habría otoños, ni primaveras. Pasaríamos a vivir una época biestacional y extrema. En realidad no sería para tanto, al menos de momento.

Cada tarde, desde hacía varios años, no sé, quizás cinco o seis años, nos veíamos bajo las ramas de un gigantesco roble que aguantaba al final de un camino ya casi desaparecido, aunque relativamente cercano al lindero del pueblo. Desde allí se observaba el brillo mate de las vías de tren, que perfilaban la sinuosa ondulación de la montaña.

Teníamos trato desde la infancia pero nuestros caminos nunca habían ido juntos.
Yo estudié hasta que me cansé de hacerlo y después probé trabajando en multitud de oficios. Bueno, oficios es un apelativo demasiado generoso para lo que hacía en realidad. Nunca llegué a ostentar cargo alguno más allá de la categoría de mozo de almacén o peón de obra. Ganaba lo suficiente para llenar la cazuela y el brasero, salir de vez en cuando de cañas y comprar algunos libros.
De ella nunca supe lo que hizo. Sé que fue también a probar suerte por ahí. Los sabelotodos murmuraban cosas cada verano en los corrillos de la plaza y en las tertulias del bar, durante aquellas interminables y aburridas tardes sin nada mejor que hacer que espantar moscas.

Más tarde yo regresé, cansado de tanto asfalto. Me alojé en un cuchitril de alquiler que me costó más de una discusión con mi madre que no entendía que después de tantos años yo me había acostumbrado a la soledad y me estorbaba la continua presencia de otra persona. Ella más que nadie. Yo tenía mis manías, mi madre las suyas y no eran compatibles. Encontré trabajo en el aserradero cortando madera de ocho a tres y podía permitirme una vespertina vida contemplativa.
Durante los primeros meses después de mi regreso, tomé la costumbre de ir a leer un rato al antiguo Roble del camino. Me producía un verdadero placer la soledad nostálgica de aquellas vías muertas, que parecían languidecer sobre una alfombra musgosa hasta ser engullidas por las fauces rocosas de la cordillera.
Alguna vez aparecía algún rapaz para fumar un pitillo a escondidas, charlábamos un rato de cualquier tontería que hubiera ocurrido en la comarca y después se iban con los pies algo redondos del mareo.

Una tarde apareció Ella. Como un susurro cálido sobre la piel erizada de la nuca. Vestía unos tejanos gastados y una sudadera oscura, se sentó a mi lado y no pronunció palabra. No parecía haber pasado el tiempo por ella. Ya me había acostumbrado a su presencia fantasmal cuando de pronto saludó, como cuando éramos críos. Como si, efectivamente, no hubiesen pasado los años. Como si acabara de llegar en ese preciso instante. Hola Pato, me dijo. ¿Vas a estar mucho rato aquí?
No tengo nada que hacer, así que creo que sí.- respondí. Estoy bien aquí.
Al cabo me atreví: ¿Cómo te va, Paula? ¿Dónde has estado todo este tiempo?
Su mirada fue locuaz. No había odio ni rencor, ni miedo. Era una mirada que simplemente quería decir: a nadie le importa lo pasado, ahora estoy aquí, sentada frente a una vía muerta, contemplando el paisaje, junto a ti. Capté la mirada y nunca más volví a preguntarle por su vida. Y Paula nunca hizo amago de querer o necesitar desahogarse en ese sentido.
Algunas tardes también aparecía con un libro, se sentaba a mi lado y leía durante un par de horas. Otras veces llegaba con las manos en los bolsillos, me miraba fijamente durante unos minutos hasta que lograba hacer que levantara la vista de mi libro. Entonces empezaba a hablar atropelladamente sobre filosofía, o cine, o sobre otras cosas que yo no entendía del todo. En muchas ocasiones al aparecer, se remangaba ligeramente la falda, se sentaba sobre un gran nudo rugoso que sobresalía del suelo y perdía la mirada hacia el final de las vías.
Nunca saludaba ni se despedía. Simplemente aparecía y desaparecía como un espectro errante que quisiera redimir sus pecados turbando la atmósfera a su alrededor.

Aquella tarde, la de finales de octubre, yo estaba como siempre, sentado con la espalda apoyada en el tronco, leyendo las últimas páginas de una novela. El título ya no lo recuerdo, tampoco el argumento. Estaba allí, abstraído de tal modo que no me percaté de la formación de una bruma suave y esponjosa, húmeda pero no demasiado fría. Ahora que ha pasado el tiempo pienso en cómo fue posible no darme cuenta de que una niebla cálida estaba rodeándome. Rodeándola, para ser más exactos.
Apareció como solía hacerlo, sin ruido, sin saludar. Con la naturalidad de quién se siente en casa. Se sentó muy cerca de mí. Podía sentir su aliento sobre mi cuello, la piel de sus labios apenas a unos milímetros de mi piel. Sentía claramente el pulso de su corazón rebotar en mis oídos, acelerado y rítmico. Pasó su mano por encima de las páginas del libro, lo sujetó un instante por el dorso del lomo, lo cogió de mis manos y lo dejó a mis pies. Entonces su blanquísima mano comenzó a acercarse con una lentitud espectral a mi cara. La dejó un instante acariciándome apenas con el dorso. Movió el dedo índice dibujando el perfil de mi barbilla, marcando el contorno de mis labios, regresando de nuevo a la mejilla. Con suavidad volteó mi rostro hasta que sus ojos y los míos se encontraron.
Me ardía el pecho. Todo aquello que llevaba reprimiendo desde los catorce años estaba a punto de estallar aquella tarde. Quería avalanzarme sobre ella y besarla, acariciarla, amarla, pero algo me seguía manteniendo en el filo. Algo, como un campo magnético que me atraía irremediablemente hacia sus labios y en el último centímetro me repelía, impedía que yo tomase la iniciativa. Supongo que era miedo. Pánico a que el mito se esfumase tras un beso. Tantos años anhelando aquel encuentro y ahora, ante la evidente situación, el miedo aparecía y detenía mis impulsos.
Sus ojos brillaron con una intensidad extraordinaria. Fabulosa. Estuvo mucho tiempo sosteniéndome la mirada. Sé lo que quieres, Pato, dijo. Yo también lo quiero desde el mismo día en que nos bañamos en la laguna y me sacaste casi ahogada por culpa de aquellos juncos. Siempre he deseado estar con tigo pero nos distanciamos, yo elegí un camino, tú otro distinto. Ahora debo irme de nuevo. He vuelto a ser llamada a cumplir con mi destino y debo partir sola. Pero estoy convencida de que volveremos a vernos, pronto. Lo siento así y raras veces me equivoco.
Unas lágrimas se formaron en el borde de los párpados, de los suyos y de los míos. Apoyó su mejilla junto a la mía durante unos segundos, sentí un murmullo que no pude entender, una especie de arrullo y por fin el roce de sus labios sobre los míos.

Extendió su dedo índice sobre mi boca, se levantó y caminó sobre las vías del tren hacia el infinito de la nada. Yo extendí mis manos hacia la figura que se desvanecía entre la bruma cálida y con lágrimas en los ojos y la garganta atorada me despedí de ella. Me llevé el brazo inferior hacia el pecho mientras desenredaba las algas de sus cabellos, y llevado por mis cuentos de hadas la besé. Y respiré en sus pulmones por si quisiera despertar.

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