25 mar 2012

Hambre de niebla.

Necesitaba aquella noche. Salir a pasear. Dejarme guiar por las sombras y deleitarme con las ondas que forman los charcos al pisarlos.
La niebla se espesa dejando atrás la tarde lluviosa. Una tarde de olvido para caer en la melancolía, supongo. Como cualquier tarde de otoño. Es lo que tiene esta época del año, ya lo sabemos. No busco sentirme desgraciado, o simplemente especial. Sin embargo, la atracción de la niebla es, para mí, superior a cualquier tópico estacional y manido.

Lo que más me gusta es el proceso de formación. El paulatino desdibujo de la ciudad. La única verdad que siento entonces es el charco que piso y forma ondas concéntricas. Medio metro más adelante el mundo está por descubrir. Tal vez una hermosa muchacha de exigua falda, tacones altos y una mirada mitad candidez infantil mitad descaro de quién sabe lo que quiere de ti. Puede que un agrio encorvado de aliento ofensivo. Quizá una puñalada drogadicta. El peligro que siempre entraña explorar se hace próximo, más cercano, en las noches de niebla.

De niño soñaba con piratas, aventureros perdidos en el corazón de una selva, guerreros a caballo y damas aladas que formulaban encantamientos contra las ordas enemigas. Hazañas cultivadas en el fondo de mi almohada.
Crecí y supe que aquello nunca estaría a mi alcance. Todo el imaginario que había nutrido durante tantos años mi alma infantil, todas las imágenes de mí mismo salvando al mundo con las que me había alimentado, se derretían en la lumbre de una caldera de gas ciudad.
Leí páginas nuevas. Recientes autores que apelan de nuevo al sabor de la aventura. No es lo mismo. Qué va. Las nuevas empresas me parecen aburridas, con todos esos datos técnicos o históricos que distancian la atención de lo que realmente importa.
Ahora sé algunas cosas, no demasiadas, pero las suficientes como para que mi mente no se deje engañar. Cuestiones físicas y matemáticas que aseveran que un hombre no puede volar por sí mismo. La química suficiente como para afirmar que ningún bebedizo puede hacerte invisible. La historia necesaria para saber, a ciencia cierta, que los caballeros más valerosos son leyendas y, claro, las leyendas no son reales.
Pero eso es exactamente lo que necesito, revelarme contra esas normas de adulto. No quiero seudoensayos envueltos en el celofán de una frágil intriga.
Siento mi cuerpo crecer hueco, sin sustancia. Experimento con las nuevas lecturas una pavorosa bulimia. Devoro las páginas con ansiedad que poco después se transfigura en decepción hasta hacerme regurgitar todas y cada una de las palabras. Mi cuerpo se hincha con la edad. Con calorías de más. Mi alma, por el contrario, se apaga como velas sustentadas en parafina, artificial y moderna, versátil y barata; productiva. Estoy harto del lado oscuro de la condición humana, de los deseos colectivos de triunfo sobre cualquier cosa, del sexo cuasireligioso, del amor desventurado y de los justificantes políticos de toda condición. Siento nauseas en las carnicerías donde puedo comprar cuarto y mitad de novela de ficción documentada y te regalo un ramillete de falsa poesía.
Y llegado a este punto, está claro que no hay salida. Tengo que autoalimentarme. Crearme a mi mismo, a diario, como un enfermo de muerte que precise de un suero para no desfallecer. Tengo que inventar algo. Historias que pueda creer con los anhelos del niño que fui. Cuentos para engañar a mi mente adulta y aleccionada. No necesito compartirlas, pero aparece la duda. ¿Habrá más personas en una situación parecida? Descubro que sí. Cada día, cada noche, legiones enteras de hombres y mujeres hambrientas de imaginación. Regimientos de creadores que no buscan sino rellenarse mutuamente el alma vacía. Participo de cuando en cuando en alguna pitanza con la sana intención de hacer acopio en la despensa, aunque el sustento primordial nace de la soledad, de la confusión y la paradoja, de qué coño quiero hablar y cómo empiezo. Y el momento propicio para lograr este objetivo es, precisamente, en esta época del año.

El otoño, como dije antes, suele martirizarnos con la decadencia, la melancolía y todas esas vainas tan propicias a los versos, pero tiene algo realmente hermoso. La niebla.
Esa niebla que te impide ver más allá de las ondas que forman tus pies en los charcos. El vértigo y la fascinación de la nada que nutre el alma de los soñadores como yo, que nunca quise ser gran cosa y sin embargo inventé un mundo para no tener que dar explicaciones y volar, si quiero, para salvar al mundo de su inminente destrucción.

Lentamente, después de diez minutos de espera en mitad de esa nada, cuando estoy completamente seguro de estar sólo, comienza el verdadero banquete. Cierro los ojos y aspiro la humedad. Recogo con las manos pequeños fragmentos de condensación, los llevo a la boca y mastico con deleite. Con cada ración, siento alojarse en mi alacena una colección de fantasmas y héroes a los que haré bailar más adelante. Sobre el fondo blanco de mi ordenador. En paraísos. En Infiernos. Y también en extrañas tierras de compleja determinación.

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